En un viaje hacia el Este,
hacia las colinas, los pequeños bosques
coloreados por el viento de septiembre,
el viajero se detiene en un pueblo
de la Nueva Inglaterra.
Junto a un pequeño río
están los bancos de madera,
las capillas anglicanas,
cuyos feligreses
no parecen preocuparse mucho
por la casa de ladrillos
a la entrada de este pueblo.
Pero no dejemos que la impresión
del primer momento nos confunda.
Pues la casa, el jardín de flores
-un inmenso roble en el medio-
es tenida en cuenta al menos
por el grupo de adeptos
y lectores de la poesía.
Nada en esta casa manifiesta relación
con algunos versos recordados.
Sólo el vestido blanco en la vitrina
nos sugiere algo de esa mínima figura
que creía en el poder de la palabra
y de la muerte.
Al salir del cuarto
los viajeros se dispersan
entre flores, robles y senderos,
toman fotos de fachadas,
de ventanas y muros de piedra,
oyen lejos el tronar de los camiones
en la carretera,
reflexionan un momento,
fuman uno o dos cigarros,
luego vuelven
a la ruta
al itinerario programado.
En un viaje hacia el Este
no se encuentra la poesía,
pero sí
los diminutos restos de ella